Infobae.- Uno de los primeros retratos del maltrato y la orfandad infantil en la literatura es el libro El Lazarillo de Tormes. Muerto su padre y separado del cuidado materno, el pequeño Lázaro, con apenas ocho años, es entregado a un ciego para guiarlo. Desde entonces atraviesa todas las formas de abuso: físico, sexual, psicológico, negligencia, explotación y corrupción. Las figuras que lo maltratan son múltiples; las que lo protegen, ninguna.

Su historia anticipa una constante que atraviesa los siglos: la infancia desprotegida y la orfandad como marca social. Aun con el paso del tiempo, la realidad para la infancia sigue siendo igual de difícil.

Los recursos son escasos, no todas las provincias cuentan con equipos especializados en salud mental infantil y la mayoría de los servicios públicos presentan listas de espera de varios meses— frente a la magnitud del problema y la política sigue mirando hacia otro lado.

Falta formación profesional, los servicios están saturados, el personal precarizado y no existe una política de salvaguarda infantil integral que obligue a los sistemas de protección, salud, educación y justicia a prevenir, detectar y actuar sin revictimizar en su rol de protección.

Siglos después, con la Convención de los Derechos del Niño e inauguradas las políticas de protección, las huellas del desamparo persi0sten: violencia al interior de las familias, instituciones, abandonos, orfandades y negligencia. Los casos recientes lo confirman.

Desde siempre, el lugar de los niños huérfanos o privados de cuidados parentales ha sido difícil. En tiempos del Virreinato, en las urbes se suscitaron fenómenos que dejaban a los niños bajo el estigma de no tener reconocimiento formal ni legitimidad, ni siquiera una identidad. Fue común que fueran abandonados en las puertas de las iglesias o en casas de familias pudientes; otros, en calles y parajes desolados, donde morían víctimas del frío, el hambre o de los animales.

Así nació la categoría de los niños expósitos (del latín expositus, expuestos), como un problema social que evidenciaba ya la desprotección infantil y se buscaron formas de salvarlos del desamparo.

Siglos más tarde, aunque las formas de abandono y de cuidado cambian, la desprotección persiste con otros nombres.

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Esta vez se hicieron conocidas dos historias, una en Gualeguaychú y otra en Misiones, dos lugares distintos unidos porque exponen de manera brutal el vacío estructural en políticas de salvaguarda infantil.

Dos secuestros, un niño y dos niñas huérfanas y privadas de cuidados parentales. El niño fue hallado en Gualeguaychú luego de ser secuestrado por su progenitor tras el femicidio de su madre y su abuela y el asesinato de un chofer. Las dos niñas fueron rescatadas en Garupá, Misiones, luego de haber escapado de un hogar de protección, para caer en manos de adultos que las captaron por redes y las secuestraron.

El niño de cinco años fue encontrado en un hotel junto a su progenitor cuando este intentaba huir a Uruguay. La escena, repetida sin fin por los medios y en redes, muestra el momento de la detención del femicida y al niño que deambula solo dentro de un salón, sin que nadie haya pensado en él antes del operativo.

No se sabe si presenció los crímenes, pero en cierto modo, todos los niños huérfanos por femicidio los presencian: aunque no vean, escuchan, sienten, intuyen y muchas veces se interponen para frenar la violencia dirigida a su mamá.

En este caso, un oficial explicó que “vino una policía que lo trató como una mamá”. Aunque la respuesta revela la mejor de las intenciones, no es la correcta: la asistencia a un niño víctima de semejante tragedia requiere formación y acompañamiento especializado.

Ser hijo de una mujer asesinada —y por eso dependiente de la intervención urgente de equipos interdisciplinarios en salud mental infantil que casi nunca llegan— y de un padre o padrastro femicida es una experiencia de devastación psíquica total.

La traumatización no comienza el día del asesinato, sino mucho antes, cuando los gritos, el miedo o los golpes ya formaban parte del clima familiar. El miedo se apodera poco a poco del cuerpo y de la mente: insomnio, sobresaltos, retraimiento, hipervigilancia, problemas escolares y de desarrollo.

Sin embargo, la salud mental de estos niños y niñas pocas veces es atendida de manera especializada. En los operativos policiales, cuando se logra detener al agresor, el niño suele quedar a un costado, esperando un traslado, una derivación o una familia. El Estado lo nombra “resguardo”, pero muchas veces es negligencia.

En muchos de los casos que he atendido, nadie les explicó a los huérfanos qué estaba pasando, como pasó en este y en casi todos los casos. En Argentina, casi 200 niños y niñas son huérfanos por femicidio: es decir, asesinaron a su mamá y quien lo hizo es su padre, padrastro o quien cumplía un rol de protección.

Holden, psicólogo del desarrollo de Estados Unidos, en 1998, ya describía a los hijos de mujeres víctimas de lo que se llamaba violencia doméstica como “las víctimas no reconocidas”. Medio siglo después, esa invisibilidad continúa. Participan como testigos en los juicios, pero solo adquieren visibilidad cuando son noticia, reducidos a estadísticas. El interés se apaga cuando termina la conmoción mediática.

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El femicidio no es solo un crimen de odio hacia las mujeres: el trauma infantil que deja constituye también una emergencia de salud pública y una deuda del sistema de salud mental; es además una forma extrema de maltrato infantil.

Los niños no son espectadores de la violencia, son sus sobrevivientes. Y la respuesta estatal sigue sin estar a la altura de esa verdad. Cada femicidio debería activar un protocolo de emergencia psicosocial, con atención inmediata y seguimiento sostenido. La orfandad por femicidio no es solo una tragedia familiar.

Esa misma falta de protección se replica, mostrando que el abuso digital y la negligencia institucional también son nuevas formas de violencia de género hacia la infancia. Ambas historias —la del niño de Gualeguaychú y la de las niñas de Misiones— son expresiones de una misma orfandad estructural entendida como una categoría psicosocial que refleja el abandono estatal y la violencia institucional, que atraviesa a la infancia cuando el Estado falla en su deber de cuidado. En Misiones, dos niñas escaparon del Hogar Papa Francisco, un dispositivo estatal de protección, y fueron halladas tras varios días de búsqueda, víctimas de captación por adultos a través de redes sociales.

Las investigaciones confirmaron que cinco hombres fueron detenidos, entre ellos un suboficial de policía, lo que pone en evidencia no solo un delito individual sino una falla de control institucional. Las niñas no huyeron porque sí: escaparon de un lugar que debía protegerlas. No huyeron del encierro, o sí, pero especialmente de la ausencia de contención y de mirada atenta. Este caso evidencia otra forma de orfandad: la institucional.

Los dos casos comparten un mismo trasfondo: la ‘orfandad estructural’, entendida como una categoría psicosocial que permite leer la ausencia del Estado como una forma de violencia institucional, es decir, la falta de cumplimiento de su obligación de protección.

En los últimos cinco años estuve trabajando, entrevistando y analizando la voz de niños y niñas huérfanos y privados de cuidados parentales, un trabajo que forma parte de mi investigación y testimonio profesional más amplio sobre la infancia en situación de desamparo, por diferentes circunstancias. De ese recorrido nació mi libro Huérfanos, atravesado por el femicidio, que busca pensar la orfandad como trauma y como síntoma social, y las respuestas inadecuadas que persisten en los sistemas de protección y salud mental.

El cuidado en Argentina debe transformarse en un compromiso público y en la construcción de una cultura del resguardo compartida que convoque a toda la sociedad, desde el Estado hasta las comunidades, como una forma posible de futuro.

Urge crear un sistema federal de protección integral, con presupuesto sostenido y políticas interministeriales que garanticen acompañamiento psicológico y social a cada niño y niña en situación de vulnerabilidad. El cuidado, en Argentina, sigue siendo un asunto periférico, casi doméstico, cuando debería ser una política de Estado.

Cada huérfano por femicidio, cada niño institucionalizado sin cuidado, escucha y protección, revela una falla colectiva. Porque la violencia no se termina cuando se detiene a los agresores.

En lo que va de octubre fueron asesinadas once mujeres. Un adolescente se disfrazó de “mujer violada” para ganar visibilidad en redes, un grupo de streamers cuestionó el consentimiento como si fuera una injusticia y una ministra culpó a las mujeres de la violencia que reciben por empoderarse.

En ese contexto, hablar de los niños y niñas que quedan huérfanos y de niñas privadas de cuidados, secuestradas en un galpón, es una urgencia política. Estas narrativas, junto con el cierre de programas esenciales de prevención, protección y cuidado de mujeres, niños y niñas, generan nuevas e inusitadas formas de violencia y muestran hasta qué punto el desmantelamiento de políticas públicas repercute en la salud mental colectiva.

El desafío —ético, político, clínico y humano es crear las condiciones para prevenir, reparar y recuperarse de la violencia de género, desde la infancia.

Detrás de cada historia, una pregunta que sigue sin respuesta: ¿Quién cuida y defiende a la infancia?

Fuente Infobae

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